NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO
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He querido escribir, más que nada vivir
intensamente,
estar en el aroma, en la médula de las cosas.
Tantos fantasmas dijeron amarme
y sobre ellos me derramé como la lluvia de anoche.
La que ame fantasmas se convertirá en lluvias,
largas lluvias en la aurora.
Irán enamorándose los árboles, la apasionada tierra de tu
espacio
y te poseerán los duendes mensajeros de la celosa señora
soledad
y será ella el sol que entra por tu mañana
y el agüita mansa que se filtra y ocupa tu casa vacía
y la fibra misma de tu pétalo y tu camino.
Canto de la Pachamama
Etnairis Rivera
(Fragmento) |
Volvíamos de visitar la Estancia de
La Candelaria. El número de veces que lo habíamos hecho, en
sí mismo, no tenía demasiada significación; lo que importaba era
que, por primera vez, nuestra opción no era la de regresar hacia
Punilla sino seguir hacia el oeste en búsqueda de La Higuera.
En el camino cruzamos el Río San Guillermo el que
nos devuelve una amalgama donde
sierras y
agua
se afanan
en
construir
una escenografía que
nos
subyuga.
Unos kilómetros más adelante, Cruz de Caña se descubre
a nuestro paso.
Nos detenemos el tiempo necesario para reconocer el
lugar y conversar con un lugareño quien nos explica el origen
del nombre del Pueblo. Según su relato la zona era el obligado
paso de los troperos que transportaban mercancías y ganado desde
y hacia Chile. Cuenta la tradición que en la Posta del lugar se
detuvieron dos contingentes cuya camaradería inicial terminó en
una disputa a cuchillo entre dos hombres. La muerte de uno de
ellos y su entierro obligó a improvisar una cruz con cañas del
lugar. Aún cuando esta historia nos lleva a asociarla con
el origen
del nombre de Cruz del Eje o de
tantas
otras ciudades con similares justificaciones históricas;
entendimos que, tan solo por reiterada, la historia no tenía
porque no ser cierta.
Vueltos al camino de ripio ingresamos en un
serpenteante derrotero serrano que nos atrapó por su belleza.
Aquellos días de finales del invierno se entretenían tiñiendo
las laderas con pinceladas ocres, doradas e incluso rojas
intensas.
Entre aromos, orcos quebrachos,
algarrobos,
molles, chañares,
coco, talas, piquillines
y mistoles,
los rayos de luz juguetean
iluminando, aquí y allá,
los primeros verdes y los inevitables terracotas.
Un
zorro
gris
se asomó curioso desde detrás de unos alambrados y si se quiere,
con un dejo de aburrimiento, tan solo optó por seguirnos con la
mirada mientras desaparecíamos con la siguiente curva.
Comienza un suave descenso; estamos ingresando al
Valle de Cantapas,
la vegetación serrana deja paso a la de llanura, los
espinillos y romerillos se multiplican.
La Higuera ya la intuímos cercana.
Las lecturas asociados a la zona remiten a la presencia de los comechingones al
momento de la llegada de los españoles al lugar. Las distintas “familias”
se identificaban como tuliahenen, yemelen, cantabuca, suluhenen,
cantapas y tantas otras. Todas ellas, con mínimas variaciones,
respondían al patrón de vida sobre el que ya nos hemos extendido
en otros espacios de esta Web.
La disección de las tierras cordobesas efectuada por
Jerónimo de Cabrera bajo las pautas del sistema de encomiendas
significó para el Capitán Don Francisco Velázquez (en algunos
casos se lo identifica como Blázquez) la apropiación en carácter
de Merced de una superficie cuyos límites se perdían
literalmente en la inmensidad, desde el Valle de Cantapas hasta
la Punilla. Esta entrega ocurrió con anterioridad a 1585 ya que
un 25 de junio de dicho año, cuando Don Luis de Abreu de
Albornoz se ve también beneficiado con tierras en la zona del
Valle de Punilla, lo hace bajo documentación que acredita que lo
que recibe es:
"... un pedazo de tierras en el valle de Camín Cosquín que
llaman Buena Vista, desde linde de Francisco Velázquez en una
Barranca Bermeja de un pueblo viejo de los indios de
Quisquisacate, el río arriba hasta linde de Tristán de
Tejeda, que es cerca del pueblo de Pucharaba en el dicho valle y
de ancho media legua de cada banda del río...".
Lucía de Grados, esposa de Don Francisco Velásquez,
heredará las propiedades al momento de enviudar. Contraerá
nuevas nupcias con Don Juán Alvarez de Astudillo hijo de
Vasco
Hernández Godínez
natural de Jerez de los Caballeros y Francisca
nacida en Talavera de la Reina. Vasco de Astudillo, Escribano
Visitante en Santiago de Chile y Escribano de la Caja Real de La
Serena, era propietario junto a su esposa de la estancia de Pachingo, en el valle de Limarí en la zona de La Serena.
Conforme las normas vigentes que impedían fundar pueblos
en
tierras
ocupadas por nativos y dado que la calidad de las
mismas las hacían
apetecibles para Don Juan Alvarez de Astudillo,
éste apela a la argucia describiendo a
dichos territorios como zona
inviable para la agricultura por la aridez propia de la falta de agua y aconseja,
para preservar la vida de los naturales, su traslado a zonas más
fértiles. Esta presentación se realiza al entonces Gobernador de
Tucumán Licenciado Don Pedro de Mercado y Peñaloza. El funcionario había
asumido sus funciones en 1595 y era descripto por el Sacerdote
Jesuíta Padre Pedro Lozano como "…
caballero de gran valor, que le fue forzoso tener en ejercicio
contra los barbarísimos Calchakíes, los cuales en su tiempo se
tornaron a revelar, amenazando la existencia de Salta y San
Miguel de Tucumán".
Don Juan sabía muy bien a quien dirigía su pedido, el
Gobernador tenía una acumulada experiencia en los procesos de
erradicación de comunidades aborígenes; los Quilmes de los
Valles Calchaquíes supieron sufrir su metodología.
Una vez aprobado el pedido, las
comunidades fueron movilizadas
a las actuales tierras de La
Higuera.
A la muerte de Don Juan A. de Astudillo y de Lucía de
Grados, las vastas propiedades pasaron a manos de su nieta Lucía
de Loyola quien vende en 1658 a Pedro Bustos de Albornoz, hijo
del matrimonio
Luis de Abreu de Albornoz y Catalina de Bustos la fracción
descripta como ”… Barranca Bermeja de un pueblo viejo de los
indios de Quisquisacate …”.
Estas circunstancias históricas concluyen en explicar por qué
los españoles se desentendieron de las improductivas zonas de la
actual La Higuera lo que no significa que la vida hubiese dejado
de existir
en el lugar: todo
lo contrario,
las tierras y la historia de aquellas "familias" han logrado
sobrevivir hasta nuestros días con el nombre identificador de
Macat Henen (Pueblo del Cacique Macat) o Macatiné.
La Higuera, heredera de tan profunda historia late sobre la ruta
provincial 15 entre Villa de Soto y San Carlos Minas a unos 200
km de Córdoba Capital.
La zona con pictografías, petroglifos, morteros, puntas de
lanzas y flechas expone las huellas indelebles de una
civilización comechingona que se ha sabido conectar directamente
y de un modo irrefutable desde aquel pasado con las actuales
generaciones de habitantes de La Higuera.
Morteros sobre las márgenes del Río Pichanas
Río Pichanas
La actual
Capilla, habilitada hacia 1886, es levantada practicamente
contigua a las mismas ruinas de la
anterior. La construcción se comienza en 1879 a partir de los aportes
económicos del vecino del pueblo Don
Josué Vázquez de Novoa cuyos restos fueron sepultos en el
atrio de la misma.
Juana Vázquez de Novoa
El cronista de la
visita pastoral que efectuara
el obispo de Córdoba (1884-1886) fray Juan Capistrano Tissera
(1825-1886), en su visita pastoral por el curato de San Carlos
Minas, comenta:
“... A las doce de la mañana del día 28 de marzo de 1886,
habiendo salido el 25 del mismo mes, llegó Su Señoría
Ilustrísima al lugar denominado La Higuera, limítrofe de Minas,
en donde está inhabilitada la capilla y trabajándose en una
nueva, espaciosa y sólida, que ya está al concluirse. Pertenecía
al curato de Cruz del Eje. Allí administró confesiones. Y siguió
luego a Rara Fortuna, bajo la jurisdicción de San Carlos Minas,
donde dejó el carruaje, y á caballo llegó el 30 de marzo a la
capilla de la Ciénaga del Coro."
Hay
historias que no tienen por qué ser necesariamente ciertas. En
algunos casos, imaginación mediante, bastaría con que se asemejen a lo que uno
desearía que fuesen. ¡Esta, ... ésta es una de ellas!
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Los cajones
que supieron amparar a las mejores prendas lucían vacíos.
Uno tras
otro desfilaron frente al manchado y único espejo de cristal de
la vieja casona de adobe. Se veían altos, erguidos, firmes. Las espaldas,
hasta ayer
dobladas de campo; hoy, se mostraban erectas aún y a pesar del omnipresente cosquilleo
en la molesta cintura.
El hombre
fue el primero: peinó su bigote y sus tupidas cejas; tomó un
poco de distancia ajustando el pañuelo a su cuello para luego,
con esmerado cuidado, volcar el sombrero ligeramente hacia atrás
mientras se aseguraba que asomasen tan solo aquellas canas
nacidas de las experiencias propias de su edad. Supo admirarse
mientras corregía con delicadeza la visión de la cadena que se
sumergía en lo profundo del bolsillo de su saco atrapando el
reloj que su padre le legara minutos antes de su muerte. Sus
pómulos se expresaban hundidos, su rostro curtido, sus ojos
profundos y teñidos del negro abismal de las ausencias.
Ella se
acercó con respeto y esperó su oportunidad. Tal como debía ser,
se vio convertida en una robusta matrona. Disfrutó del aroma de
las aguas de rosas con que había humedecido sus cabellos a los
que estiraba con firmeza hasta enredarlos en su oculto y
disimulado rodete. Sujetó, justo debajo de sus pechos, el único
botón de su saco buscando dibujar una cintura perdida en la
lejanía del paso de los años. Con sus manos, expandió el largo
faldón que convertía a su cuerpo en pura imaginación solo
revelable a su único hombre. Por último, miró sus manos: dedos
largos, finos, interminables, de uñas gastadas y carnes rugosas.
Mientras se alejaba del espejo pensó que no le gustaban sus
manos.
El hijo
mayor ocupó el sitio. Al verse, se apreció moderno con su moño,
con su rostro afeitado a navaja y con la adecuada conjunción de
tiradores y cinturón. Con gesto provocador, se ladeó el sombrero.
Demoró tiempo, mucho tiempo mirándose; era el heredero y el
saberse deseable por las jovencitas del pueblo lo ponía bien.
Con
timidez, sus hermanas ocuparon su lugar, las dos juntas, al
mismo tiempo. Se medían, se comparaban, se veían tan iguales,
tan copiadas, tan repetidas. Sabían que tan solo allí, frente al
cristal, podrían mantener la mirada en alto; en la calle,
siempre hacia el piso.
En todos
predominaban los tonos marrones, tostados y beige, ropa
comulgada con la tozudez de la tierra del campo.
Salieron
uno detrás del otro. Eran poco más de las dos de la tarde. En la calle subieron al carro que, cansino, los llevó
hasta la plaza del pueblo.
Bajo un
sol ardiente, los esperaban dos sillas y un
fotógrafo venido de muy lejos.
El hombre con su mujer ocuparon las sillas al tiempo que los
hijos se ubicaron de pie detrás de ellos. Una blanca paloma tomará
vuelo haciendo que el momento se congele sobre el papel sensible.
Distante y en silencio, el perfil de líneas difusas de la
capilla enmarca sus espaldas componiendo así un conjunto que,
dibujado en
vívido gris plata, devendrá, con el tiempo, en anciano e inexorable sepia.
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Datos complementarios:
Desde 2007 se ha instaurado que la fecha de fundación de La
Higuera es el 1º de agosto: Día de la Pachamama.
La primera conmemoración se efectúo dicho año centralizando los
actos en la Plaza del Pueblo "José Gabriel Brochero". Se
construyó un pozo ceremonial conocido como "apacheta"
identificándolo con piedras y se lo colmó de ofrendas para
agradecer a la Pachamama lo recibido durante el año
transcurrido, tal las pautas de la tradición ancestral.
Un testigo privilegiado de la fiesta fue, con sus líneas
coloniales simples, la Capilla Nuestra Señora del Rosario.
Foto publicada en
"Historia de la Iglesia en la Argentina"
Coordenadas:
Latitud: 31º 00’ 49,15" S
Longitud:
65º 06’ 11,01"
O
Fuentes de consulta:
-
BRUNO, Cayetano: "Historia de la Iglesia en la Argentina".
Volumen duodécimo. Editorial Don Bosco. Buenos Aires 1981.
-
LOZANO, Pedro: "Historia de la Conquista del Paraguay,
Río de la Plata y Tucumán" - 1745
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